Al encontrarnos en una época en la que el progreso se nos muestra como una gran herramienta para lograr la plenitud humana, pudiéramos pensar que también es una gran amenaza para cada varón y mujer, por ende para cada familia y sociedad. ¿Quiere decir esto que el progreso es negativo o poco favorable para la humanidad? De ninguna manera; todo progreso es positivo y muy favorable, pero la prioridad que le damos es la que nos causa grandes dolores.
“El hombre no puede renunciar a sí mismo, ni al puesto que le es propio en el mundo visible, no puede hacerse esclavo de las cosas, de los sistemas económicos, de la producción y de sus propios productos. Ya que el progreso se trata del desarrollo de las personas y no solamente de la multiplicación de las cosas”[1]
Estos dos caminos que se nos proponen hoy “la cultura de la vida” o “la cultura de la muerte” nos hace preguntarnos ¿vida o muerte? ¿qué queremos para nosotros y para los que vienen tras nosotros? Y muy seguramente la respuesta inmediata y sincera, que nace del deseo más profundo, es la vida. Todos queremos vida. Pero preguntémonos de nuevo ¿produce vida lo que realizamos cada día, nuestras decisiones, nuestros diálogos, nuestras preferencias?
La vida es aquella que tiene plenitud, es la que nos deja vivir el hoy con lo necesario y nos promete la vida eterna (cfr. Lucas 18, 29,30), pues no hay plena vida aquí sin pensar en el allá. Vida terrena y eterna son una sola. Por ello Jesús se hizo hombre y venció la muerte con su resurrección, ya que él ha “venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Juan 10, 10).
De esta manera solo cuando nuestra existencia terrena está iluminada en Jesús y proyectada en la eternidad podemos hablar de verdadera VIDA; de lo contrario, si nos aferramos a lo efímero y superficial, estamos anclados en la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario