San Juan nos concede en su primera carta un dato supremamente importante, para empezar a ver positivamente nuestra vida: “Miren qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamamos hijos de Dios y realmente lo somos.” (31). Pues con el bautismo ya no somos sólo sus creaturas (Cfr. Gn. 1; 2) sino que somos sus hijos.
Un hijo que tiene como Padre a un Ser que es por naturaleza AMOR (Cfr. 1Juan 48) no puede más que vivir con positivismo, pues se siente amado, es decir, respetado, valorado, admirado, alimentado, perdonado y sobre todo se siente acompañado por su Padre.
Ser positivo es ver las cosas con la esperanza que Dios está contigo en las buenas y en las malas, no es ser idealista, fantasioso o infantil que se entrega a su padre sin más. El hijo de Dios es positivo porque ve que la vida puede ser mejor y ve que puede aportar algo para que esa vida sea mejor. También es el que reconoce que su meta no es el poder o las riquezas o los placeres, sino su propia realización, quizá con poder, riquezas o placeres o quizás no. Es quien descubre lo que guarda en sí mismo para su felicidad.