Siempre hemos tenido en nuestra mente que Dios es el Padre, más aún el
mismo Jesús le llamaba “Abbá, Padre” (Marcos 14, 36) y nos enseñó a orar
diciendo “Padre Nuestro” (Mateo 6, 9). Y unido a esta idea de Padre está el
hecho de que Jesús se encarnó varón; de esta manera al pensar en Dios lo
relacionamos fácilmente con la personalidad masculina que con la femenina.
Por esta razón podríamos preguntarnos, ¿Dios es él o ella? Y al
respondernos tendríamos que decir que Dios es él y es ella, también ninguno de
los dos; pues nuestro lenguaje encasilla de tal manera que desvirtúa lo que es
“él o ella” como desvirtúa lo que es “padre y madre”. El lenguaje no puede
absolutizar lo que es Dios, ya que el lenguaje es limitado, pero sí debemos
complementar lo que entendemos como “él o ella” o como “padre o madre” para
cuando hablamos de Dios.
Tengamos presente que al crear Dios la humanidad la creó a su “imagen y semejanza” (Génesis 1, 26-27), varón
y mujer fueron partícipes de lo que Dios es, todos tenemos algo de Dios, lo que
nosotros tenemos por separado en Dios está unido. Por ello también la mujer
tiene algo que decirnos de Dios, pues Dios le ha compartido algo de lo suyo que
no lo compartió con el varón. Eh ahí que las buenas relaciones de varones y
mujeres hacen posible la plenitud de Dios en medio del resto de la creación.
Muchas de las cualidades que manifiesta la mujer, y que poco vemos en el
varón, han sido perpetuadas en las sagradas
escrituras como propias de Dios, entre algunas podemos rescatar: la
ternura[1],
la sensibilidad ante el que sufre[2];
el vínculo con los hijos[3];
el dar todo por su creatura[4];
el reprender para educar[5]
y el proteger con todo a sus seres querido reuniéndolos como la gallina bajo
sus alas[6].