Hoy la Iglesia universal está de fiesta, nuestro corazón está hinchado de infinito amor, ya que Dios lo ha rebosado sobre la humanidad.
El amor de Dios es tan grande e infinito que nos sentimos llenos de esperanza. Hoy nosotros hacemos propias las palabra del Apóstol Pedro, que sin temor pero sí con seguridad catequiza a Cornelio, un hombre bueno, un gran filántropo, pero que carecía de la presencia de la verdad revelada, Jesucristo.
Es misión de los apóstoles anunciar “a tiempo y a destiempo” la verdad que ha bajado del cielo. Que nadie se quede sin conocer y amar al verdadero Dios y a su enviado Jesucristo para que así todos juntos podamos servirle.
No anunciamos la historia de un mito o una gran leyenda, anunciamos la verdad que “pasó haciendo el bien, sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.”. Somos herederos de lo que fueron testigo los apóstoles; y al igual que ellos nosotros, por el llamado a la familia Cristiana, recibimos un encargo: “Nos encargó predicar al pueblo y atestiguar que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos.”. Esa es nuestra misión, anunciar y atestiguar la verdad.
Y la verdad, que se hizo carne, es el agua viva que baño a la humanidad de plena dignidad.
Por ello anunciamos y atestiguamos, que por más que aquella verdad fue y sigue siendo rechazada y crucificada, es la única verdad que da vida y la da en abundancia. Él ha vencido todo enemigo de la verdad con su resurrección, en él encontramos el sentido de la vida verdadera, que no es la perecedera y corruptible, sino que es la eterna y espiritual.
Jesús ha resucitado y con su resurrección nos dice que el mal y todos sus frutos no tienen la última palabra, también nos dice que no hay un fin sino una plenitud del ahora junto a la Santísima Trinidad.
Queridos hermanos que podamos gritar al mundo que la realidad humana ha sido dignificada por aquel “que pasó haciendo el bien” y que nos llama a la vida imperecedera porque nos ha abierto sus puertas.
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