Hacer memoria del suceso más noble que ha acontecido en el tiempo y en el espacio, es renovar el amor que lo provocó, bien lo afirma el evangelista Juan en su primera carta: “Dios ha demostrado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único para que vivamos gracias a él” (4, 9).
Celebrar la natividad de Jesús el Salvador, el Emmanuel (el Dios-con-nosotros), es celebrar el “camino, la verdad y la vida” que todo varón y mujer anhela; pues Jesús “nos dice quién es en realidad el hombre y qué debe hacer para ser verdaderamente hombre.” (Spe Salvi, No 6). De esta manera la mirada del creyente debe reconocer la encarnación de Dios en toda la condición humana, no puede olvidar que él “…se despojó de sí mismo y tomó la condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre” (Filipenses 2,7).
Debemos permitirnos en esta navidad que Jesús, el nacido en una humilde pesebrera, nos impulse a caminar la vida mirando su vida. Reconociendo en las carencias materiales el amor de la familia, valorando el crecimiento espiritual como paso para comprender la misión, asumiendo los rechazos por hacer la voluntad de Dios, venciendo las tentaciones del maligno con la fuerza del Espíritu Santo que nos recuerda las escrituras como herramienta de defensa, aceptando la cruz por la verdad sin darle paso a negociarla y muriendo a nuestros anhelos para entregar todo de nosotros por amor a muchos.
Jesús de Nazaret nunca podrá ser solamente un sabio, como Sócrates, o un profeta, como Mahoma, o un iluminado, como Buda. Ya que él es el verdadero hombre y verdadero Dios, convirtiéndose así en el mediador de la humanidad con Dios. Él, al poseer las dos condiciones, Hombre y Dios, puede decirnos algo más que los sabios, profetas o iluminados, él sencillamente sacia nuestra sed de plenitud, porque él es la plenitud. Él logra que nos encontremos cara a cara con su divinidad, permitiéndonos alcanzar la plenitud que cada día estamos buscando.