El alimento de la fe
La
fe cristiana está sostenida en la revelación de Dios. Él ha querido acercarse a
su creatura, desde el mismo acto de crear; le concedió al hombre ser su imagen. Por tanto, lo que podamos decir
de Dios, el balbuceo del discurso de lo divino y de la misma persona divina, lo
podemos decir porque Él se nos ha revelado. Él mismo ha quitado el velo que no
nos permitía acercarnos a su verdad. Y para gloria del hombre, la revelación de
Dios llegó a tal punto que se encarnó, tomó condición humana, sin dejar de ser
Dios, nació, vivió y murió, aunque su muerte fue causada por el mal de quienes
le condenaron injustamente. “Con su
encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado…”[1].
Pero
esta acción divina, de tocarnos, como
lo afirma el Papa Francisco, no ha cesado, continúa, pues así lo afirma también
el mismo Pontífice: “…y, a través de los
sacramentos, también hoy nos toca; de este modo, transformando nuestro corazón,
nos ha permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo y confesarlo como Hijo de
Dios.”[2].
Es
así, el alimento de nuestra fe es el mismo Jesús de Nazaret. Y para
alimentarnos con Él nos urge activar todos nuestros sentidos. Primero en los
siete sacramentos, donde Él mismo actúa a través del ministro consagrado,
queriéndonos tocar para entregarnos su gracia. Luego, con la gracia recibida,
abrimos los ojos para contemplarlo en los rostros del mundo, en especial en
aquellos que este mundo, contrario al proyecto de Dios, son crucificados
continuamente; los oídos para escuchar el clamor de los que sufren; el gusto
para saborear el amargo vinagre que proporcionan los malvados; el olfato para
descubrir el pecado de la injusticia y el egoísmo; y el tacto para ser sus
manos y sus pies, manos que acogen al que sufre y pies que buscan al
necesitado.
Cristo
nos alimenta en los siete sacramentos y en los sacramentales del día a día. No
lo olvidemos.