Ya lo afirmaban los santos padre en el Concilio Vaticano II con estas palabras: “Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios por la gracia y participe en la vida divina”. De esta manera el cristianismo compromete al hombre, con toda su realidad natural, en su salvación; no es la fe en un dios que espera ofrecimientos profundos y repetitivos para saciar su furia o responder a su criatura, sino que es la fe en el Dios que humaniza para que vivamos desde lo que nos ha concedido como su creatura más amada y desde esa realidad creada participemos de su salvación.
Desde esta perspectiva el cristianismo puede darle una respuesta profunda al pensamiento moderno que ve en la esencia humana todo la realización del hombre, pero claro está esencia fue creada por Dios que la revela en su propia persona. Por tanto, “Al desconocer al verdadero Dios y su verdadera salvación (en la revelación), la religión ha pervertido la trascendencia, porque ha hecho de ella un clima viciado y ha condenado al hombre, en un mero reflejo de supervivencia, a librarse de la asfixia”[1]
No fuimos creados para estar atados, esclavizados, asfixiados, sino para estar junto con Dios de tal manera que la vida sea una eucaristía, “Pues ustedes –nos dice San Pablo- no han recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que han recibido un espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ‘¡Abba, Padre!’” (Rm. 815). Ante estas palabras, nos podríamos preguntar ¿qué nos queda a nosotros como creyentes? Y podríamos concluir diciendo: “Es necesario que confiemos en la Divina Providencia, como niños en su nodriza; y cumplamos nuestro deber…”, estas palabras del padre fundador de los Salvatorianos, P. Francisco Jordán, no deja descubrir las dos grandes verdades de la salvación: confianza en Dios y cumplimiento del deber.