El mal uso de la tecnología,
inventos para el bien de la humanidad, sí que nos debe preocupar, pues ha
causado un gran daño a los encuentros familiares. Aquel cajón mágico entretiene
y logra que los integrantes de la familia se olviden del resto del mundo;
aquellos aparatos musicales irrumpen con violencia los oídos con melodías
inentendibles negando la posibilidad de escucharse mutuamente; los pequeños
“inalámbricos” ocupan las manos de quienes escriben desesperadamente cortos
mensajes negándole al padre, a la madre o a los hijos saludarse o abrasarse; y la
modernísima tecnología que tiene todas las anteriores sumergen al miembro de la
familia en mil cosas, que ya su ser se desprende de la realidad y se embriaga
en una realidad que quizá no es la propia, impidiendo que logre alcanzar el
encuentro familiar.
Los cristianos no
podemos permitir que las familias se desintegren por los grandes aportes que el
hombre ha creado para el bien humano, es nuestro deber aprender a usarlos y
aprovechar lo máximo de ellos, sin dejar que ellos se aprovechen de nosotros.
Se hace necesario
entonces tornar nuevamente la mirada a Dios, buscar la respuesta al sin sentido
de la vida, tener el encuentro familiar con aquel que es fuente inagotable del
amor. Ya que el hombre carente de amor es un ser materializado. La oración es
precisamente encuentro con Dios. La oración es el alimento de las familias. En
la oración las familias se fortalecen, alientan, animan, educan, corrigen y se ayudan.
El
Encuentro Familiar
Cuando
hablamos de encuentro no nos referimos a un saludo, a un solo estar juntos o
sencillamente a un compartir, sino que nos referimos al intimar, al contemplar,
al conocer al otro. Los encuentros permiten que yo me interese por el otro de
tal manera que el sienta mi amor. Ellos logran que me desprenda de todo y de
todos, que me interese por aquel o aquellos que tengo a mi lado.
Nos
encontramos cuando priorizamos, cuando nos damos totalmente, cuando nuestro
amar es sincero y generoso, cuando nos unimos sólo por encontrarnos para ser uno.
La familia debe lograr fortalecer sus encuentros, lograr que su estar juntos no
sea cotidiano y monótono, que sea verdaderamente un encuentro. Son los
encuentros los que fortalecen alianzas, familiaridades, relaciones y sobre todo
amores.
La Oración Familiar
Las
familias tranquilamente pueden vivir sin la presencia de Dios en sus hogares,
pueden pensar y afirmar que no necesitan que Dios les diga cómo vivir. La
pregunta es: ¿se puede vivir plenamente en el amor, dejando a un lado el amor?
San
Juan, en su primera carta, afirma que “Dios
es amor” (48). Si Dios es amor y la familia cada día está en la
búsqueda del amor, ¿por qué no lo acepta y lo acoge en su hogar? Podemos
pensar, sin miedo a equivocarnos, que es porque no se han dado tiempo de hablar
con él, de encontrarse, de conocerle para amarle, porque no han buscado hacer
oración.
En
la familia es muy fácil encontrar el temor de dar el primer paso para
convertirse en una familia de oración, pero San Pablo le dice a los esposos de
la comunidad de Corinto “¿Qué sabes tú,
mujer, si salvarás a tu marido? Y ¿qué sabes tú, marido, si salvarás a tu
mujer? (1Cor. 716), no hay que esperar el paso del otro sino que
hay que darlo. Y así, estando la pareja fortalecida de Dios pueden transmitir su
fe a sus hijos (Lc. 222).
Es
deber de la familia, encabezada por la pareja, propiciar el encuentro de
oración familiar. Tener preparado el modo de orar, el tiempo previsto, el lugar
asignado y los signos de la oración. Toda la familia debe estar al tanto de
este encuentro con tiempo, para que así se preparen con un corazón generoso y
deseoso de orar juntos.
La Oración Sacramental
La
Iglesia doméstica, la familia, no puede olvidar que hace parte de la Iglesia
universal (que somos todos los bautizados) y que la plenitud de la
espiritualidad familiar es fruto de la plenitud de la espiritualidad
eclesiástica, es decir, de todos los que formamos el Cuerpo de Cristo.
Es
la vida sacramental (los sacramentos) la que permite que el cuerpo (la Iglesia)
sea uno con la cabeza (Cristo). Cristo es quien, en la persona del presbítero,
concede la gracia de Dios por medio de los sacramentos. Y la gracia, que es
presencia de Dios en nuestra vida, es la que da paso a una plenitud espiritual.
Hay
dos sacramentos que no dejan de alimentar al cristiano porque los vivimos
continuamente, la Eucaristía y la Reconciliación. La familia debe animarse
mutuamente para que estos dos sacramentos no se descuiden en la vida personal
de cada miembro. En cuanto a la Eucaristía es muy positivo que asistan en
familia, y en cuanto a la reconciliación, como en los otros sacramentos, debe
existir un acompañamiento mutuo para que no se descuiden de participar en
ellos.
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