Los grandes valores que la humanidad busca cada día nacen, crecen y se fortalecen en el lugar del hogar, en la convivencia de la familia; quienes iluminados por el encuentro con Dios hacen posible valores indispensables para construir un mundo más ameno y cercano a la gloria celestial.
De esta manera podemos comprender que un hombre sencillo y humilde, con sólo transitar por los caminos polvorientos de Palestina, nos entregará un proyecto de vida asentado en el valor del amor. Pues la misión de Jesús no hubiera sido posible llevarla a cabo sin la presencia del justo José, su padre adoptivo, y la servidora María, su madre; ellos educaron y entregaron su fe al niño y joven Jesús. Recordemos el final de la narración de la perdida de Jesús en el templo a los 12 años cuando el evangelista Lucas nos dice que Jesús: “Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lucas 151-52). Fueron todas esas herramientas y todas esas enseñanzas que Jesús recibió de sus padres las que permitieron construir la personalidad necesaria para cumplir su misión. Así son válidas las palabras de Pedro cuando afirma de Jesús que“…pasó haciendo el bien…” (Hechos 1038).
Es el hogar, la familia la que puede y debe entregar al mundo varones y mujeres íntegros en su vida de fe y en su vida de ciudadano. Por esta razón ya en el siglo IV San Juan Crisóstomo afirmaba de los esposos y de los hijos que son “una pequeña Iglesia o una Iglesia doméstica”. Por ello lo que celebramos en el templo junto con el sacerdote y la comunidad, en el encuentro al entorno de la mesa del Señor, se debe multiplicar en la cotidianidad de la vida familiar, se deben propiciar también encuentros de oración, de reconciliación, de escucha de la palabra y desde luego del compartir juntos la mesa, los alimentos.
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