Cuando celebramos el nacimiento de Jesús en el pesebre no podemos olvidar que este niño humilde y nacido en un hogar sencillo es el mismo que nos revela quiénes somos y cuál es la razón de nuestra existencia. Él muestra, desde toda su existencia, que el hombre fue creado para gozar de la presencia eterna de Dios, presencia que se va fortaleciendo en la convivencia de la comunidad, de los bautizados, de los hijos de Dios y miembros de la Iglesia.
Y en Jesús encontramos nuestra plenitud porque Él es Dios y como Dios nos ha abierto las puertas del lugar santo, de la gloria celestial, de la vida eterna. No somos seres para la muerte sino para la vida. Sería muy triste que nuestra luchar diario y nuestros sufrimientos en el mundo tuviesen la última palabra, que al morir todo terminara sin más, pero no es así para el cristiano. Nosotros tenemos la esperanza que Él nos acompaña en nuestras luchas y en nuestros sufrimientos y esperamos un día vivir en la casa de su Padre donde Él nos prepara un lugar: “En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así les hubiera dicho; porque voy a prepara un lugar para ustedes.” (Juan 14,2).
Pero la esperanza necesita de la fe y la fe necesita de la comunidad para ser fortalecida y valorada. Por tanto los hijos de Dios, los que han aceptado a Jesús como la luz del mundo, no se pueden desvincularse de la Iglesia que es fruto del amor de Jesús por el mundo, y debemos recordar siempre que él dio un mandato para que su reino fuera una realidad: “Vayan y hagan discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles todo lo que yo les he mandado. Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” (Mateo 28,19-20).
Estamos llamados a ser bautizados, alcanzando a ser discípulos y como verdaderos discípulos escuchar todo lo que nos enseñan de Jesús y su reino. Sin olvidar que él está con nosotros hasta el fin del mundo. Quien ama a Cristo ama la Iglesia.
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