San Pablo comprendió a cabalidad la misión del cristiano, que es buscar siempre que toda la humanidad logre ser uno en Cristo Jesús. Cuando aceptamos a Jesús el Cristo nos comprometemos a aceptar a todos aquellos que no sean como nosotros, que no piense como nosotros, que no viva como nosotros y más aún que no ame como nosotros, pues con Jesús en nuestra vida, “Ya no hay judíos ni griegos, esclavos ni libres, hombres ni mujeres, sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús” (Gálatas 3,28).
Pero pudiéramos preguntarnos cuál es la razón para que el mundo continúe dividido y en guerras si una gran parte de los mortales son bautizados y seguidores de Cristo, y la razón la podemos encontrar en la falta de radicalidad y de verdadero seguimiento al Señor, en una fe que está alimentada solo por intereses personales, que casi siempre son materiales y efímeros, y por poco compromiso con el crecimiento espiritual.
Nos urge contemplar con mayor profundidad a Jesús que busca unir los pueblos: “Padre que ellos sean uno como tú y yo somos uno” (conf. Juan 17,21) y que desde su nacimiento encontramos la Epifanía-manifestación- para todos los pueblos. Él es Dios para blancos y negros, para pobres y ricos, para sabios e ignorantes, para hombres y mujeres, para gobernantes y subalternos, para los de hoy y los de mañana, para toda la humanidad. Celebrar la llegada de los magos a la pesebrera en que se encontraba José, María y Jesús, es reconocer que Jesús es la luz del mundo entero y no sólo de un grupo humano; y sus regalos que son incienso, mirra y oro nos muestran la grandeza del que ha nacido que es un rey que reina para salvar a la humanidad entera.
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